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sábado, 7 de septiembre de 2013

Tramontana



Conocí a Neus cuando llegué a España, y desde que mi marido me la presentó en el portal me fascinó. Es una mujer encantadora, de carácter fuerte, “catalana de soca-rel” como dicen aquí, pero muy amable y servicial. Vive sola al igual que la mayoría de mis vecinas, de hecho mi edificio se conoce como “l'edifici de les vídues”. Ya está jubilada, así que tiene todo el tiempo del mundo para ella. Por eso al pasarle a cobrar la cuota de la comunidad, o a preguntarle cualquier inquietud que tengo respecto a la contabilidad de la misma, aprovecha para invitarme a un café, tirarme de la lengua y contarme una que otra confidencia.

Entorna la mirada, se pierde en sus recuerdos y empieza a hablar sin parar.

-“Mi pequeña Laia era mi mundo. Cuando la tuve en mis brazos y miré su carita de ángel dormido se me olvidó por arte de magia todo el sufrimiento que había sentido. Los dolores de las contracciones del parto eterno, la humillación de volver a abrir las piernas a unos desconocidos y hasta la rabia y la impotencia que sentí mientras me violaban, se habían esfumado. Ahora al tenerla en mi regazo sabía que todo había sucedido por una razón: ella era esa razón, mi razón de vivir y yo me desvivía por ella. Como pobre nunca le faltó nada, me partí el lomo cada día en cuanta “feina” encontré, pero siempre tuve con qué alimentarla y vestirla hasta que apareció el Joan.

Al principio creí que él era mi salvación. Ay hija, es que todas las mujeres enamoradas somos iguales y nos creemos las promesas de los hombres, pero la dicha poco me duró, ya que al poco tiempo de casarnos empezó a practicar su deporte favorito: pegarme”-.

Sus ojos se llenan de lágrimas al recordar, se pasa el dorso de la mano por la cara para no llorar.

-“Debería acordarme de los buenos momentos, aunque fueron pocos, también los hubo”-. Pero hace caso omiso a sus palabras y sólo recuerda las palizas, sus ruegos para que no le pegara en la cara, las carreras por todo el piso tratando de esconderse sin éxito, el llanto de Laia encerrada en su habitación para que no fuera testigo de las terribles escenas y la enorme vergüenza que la embargaba al día siguiente cuando se cruzaba en la escalera con sus vecinas.  Con el tiempo aprendió a salir con la frente en alto y a disimular; desde entonces procura sonreír siempre, me explica que una sonrisa es la mejor máscara que existe.

Al volver a casa sigo pensando en lo que Neus me ha dicho y creo que tiene toda la razón: ¡Las mujeres enamoradas somos unas idiotas!

Si bien a mí Jordi no me pega y aparentemente me trata bien, no es lo que yo esperaba de esta relación.

Mi día empieza al él marcharse y discurre la mayor parte del tiempo entre cuatro paredes. A veces, para paliar el aburrimiento, miro a través de mi ventana, sin embargo no es mucho lo que veo: un parqueadero de arcilla, un par de techos y más allá las montañas; él me ha contado que en invierno están cubiertas de nieve. Yo sólo conozco la nieve porque la he visto en películas o documentales y ansío que llegue el día en que él me lleve allá y pueda tocarla, olerla, sentirla en mi piel y hacer pelotas con ella para tirárselas en medio de risas. A mí me gusta mucho reír, pero hace tiempo que no río, no como lo hacía antes...

Cambio de ventana y por la otra veo personas que esperan el autobús. No sé a donde van pero me imagino que a trabajar, mas que todo porque estoy acostumbrada a ver que sólo los obreros hacen uso del autobús urbano. Pero allí también hacen su parada los autobuses turísticos. Observo con avidez cada uno de los rostros que asoman por la puerta para apearse. Todos los días espero a que mi fantasía descienda de uno de ellos, pero estoy convencida que me pasará igual que a Penélope: nunca llegará; y si por milagro lo hiciera yo no le reconocería.

Me retiro de la ventana, alejo las cucarachas que pueblan mi mente y prosigo con mis quehaceres domésticos viendo pasar las horas en el reloj, hasta que bien entrada la noche siento la puerta abrirse y me da un vuelco el corazón. Corro presurosa a sus brazos, lo lleno de besos y le digo que lo amo, que lo esperaba impaciente. Él me mira con gesto desganado y me responde:

-“Estoy cansado, ¿qué hay para cenar?”-.

Y me vuelve Neus a la cabeza y el Joan que le pegaba y miro a mi marido casi con odio. No me pega, pero su desgano constante me duele más que mil palizas juntas.

Vuelvo a visitar a Neus, la noto preocupada y es por su hija. Me cuenta que está muy enferma, pero que el hospital donde se encuentra ingresada es muy bueno y está bien atendida. Que la he pillado de milagro porque ha venido a cambiarse y por algunas cosas que necesitaba, pero que ya que estoy aquí se dará un respiro para charlar un rato conmigo sin los agobios de familiares y amigos que sólo quieren detalles de la enfermedad de Laia.

-“Ay hija, quien me lo iba a decir, con lo sana que ha sido mi niña toda la vida.
Si la hubieras visto jugando con todos los críos del barrio cuando el parqueadero era un parque. Daba gusto verla trepándose a los árboles y correteando detrás de una pelota porque, eso sí, nunca jugó con muñecas; más de una paliza me gané del Joan también por esa causa. Me decía que la Laia se comportaba a manera de un macho y no como la mujercita que era, pero yo qué podía hacer. Ella no me hacía caso por mucho que le dijera y bastante sufrimiento teníamos ya en el momento que él llegaba a casa queriendo acabar hasta con el nido de la perra, para yo también reñirla por algo que para mí no tenía importancia. Los niños son niños y cada uno juega con lo que quiere y a su modo, no faltaba más; ya cambiará cuando crezca, le decía yo.

Pero la Laia no cambió, al contrario, con los años se volvió más masculina, más independiente, se parecía a la tramontana, que aparece sin previo aviso y se va sin que nos demos cuenta. Hasta que un día se marchó definitivamente de casa y durante muchos años no quiso ni volver a visitarnos. Mi razón de vivir me dio la espalda, creí morirme sin saber de ella, sin tener noticias de mi niña, pero a todo se acostumbra una; y aunque cada noche me encerraba en el baño a llorarla para que el Joan no me oyera, no perdía la esperanza que algún día regresara. Lo hizo el día del funeral del Joan. Sin explicaciones, sin disculparse, sin darme el pésame. Me dijo:

-“Madre ahora puedes volver a mi vida”-.

Y yo le contesté:

-“Mi niña, tú nunca saliste de la mía”-.

Empecé a visitarla en Llançá cada fin de semana donde vivía con una amiga. Las dos eras maestras en la escuela local y participaban en un grupo de teatro, así que muchas veces al llegar a su piso, éste era un caos lleno de telas y cartones regados por el suelo para vestuario y escenografía, o estaba inundado de compañeros ensayando las obras para el estreno hasta el amanecer.

Laia seguía como la tramontana llevándose todo a su paso con su alegría contagiosa y una energía desbordante que lo abarcaba todo. Incluso algunas de sus noches eran turbulentas. Desde mi habitación oía gemidos y uno que otro grito ahogado y pensé que tenía pesadillas, pero en la mañana ella con una sonrisa me tranquilizaba:

-“Tranquil·la mare no passa res”- y le guiñaba un ojo a la Silvia su amiga y compañera de piso.

Y así se nos han ido los años. Nunca me dio la alegría de unos nietos, ni he podido sentarme a conversar con ella de madre a hija porque me parece que me evade, que algo me esconde, que no es completamente sincera conmigo, no sé. A veces siento como si ese carácter fuerte que tiene, lo dura que es conmigo, fuera culpa mía. Tal vez si yo no le hubiera permitido al Joan que me pegara, si la hubiera obligado a jugar con muñecas, o si la hubiera buscado en el tiempo que se fue de casa, o si… Ya no importa.  Ahora está enferma y me necesita, aunque por la única que pregunta siempre es por la Silvia, menos mal que ella no se ha movido ni un minuto de la cabecera de su cama.  Creo que yo sobro. Pero qué quieres que haga, soy la madre y ahí debo estar, siempre con mi niña”-.

Al mes siguiente cuado fui a cobrar la cuota de la comunidad Rosa me dio la noticia:

-“Esta mañana murió Laia la hija de Neus”-.

Las lágrimas me abrasaban los ojos. Pensé en Neus; en su soledad, en su sufrimiento, en que se había quedado sin su razón de vivir; en lo que sentiría al volver a su casa cuando todo hubiera pasado; al despedir a la última persona que la estuviera acompañando y terminaran las condolencias, los abrazos, las palabras de consuelo; y se quedaran sólo ella y sus recuerdos…

Llegué a la sala del velatorio, la vi junto al ataúd de su hija, pero no fui capaz de acercarme. Aquí se usan esas urnas de cristal como en el cuento de Blancanieves o la Bella Durmiente y me parece demasiado macabro, así que guardé una prudente distancia y esperé para saludarla una vez finalizado el funeral. Estaba serena, recibiendo el pésame de familiares y amigos y me asombró la fortaleza con la que se le veía, tanto que me emocionó hasta las lágrimas.

En la misa volví a llorar, pues una amiga de Laia y Silvia tuvieron unas palabras muy hermosas y sentidas de despedida para ella, sobre todo las palabras de Silvia, que nos hizo caer en la cuenta que hacía tramontana.

-“Es un día perfecto para despedirte amor mío, hoy hace tramontana, te arranca de mi lado el mismo viento que fuiste tú”-.

Y así, en pocos momentos, me transmitieron tanto de su esencia, que fue como si la conociera de toda la vida. 

Esperé a que Neus estuviera sola y entonces me acerqué, la abracé muy fuerte y comencé a llorar otra vez. Ella me miró con una tristeza infinita y me dijo:

-"A mí ya no me quedan lágrimas"-.

2 comentarios:

Sergio dijo...

Uf, qué historia tan intensa. Y además me ha descubierto facetas de mi tierra en las que ni me fijo o no conozco porque a veces no estoy mentalmente). Ese ataúd de Blancanieves por ejemplo... y luego otras coas como ciertas quejas de las mujeres quejándose de los hombres pero siempre por asuntos que son fáciles de resolver. Si te pegan denuncia o déjalo. si no te gusta, lo mismo. Creo que esperar sigue siendo más cosa de mujeres a pesar de lo que cambia todo.
En cuanto a la tragedia poco puedo decir porque esa es igual para todos, inevitable, sorprendente... aún así creo que a esa madre le quedan lágrimas. Estas vienen a veces en diferido. Y son buenas. ... es que hay mucho en esta entrada.
Besos

Blue Silence dijo...

Me oprime el corazón esta historia...las historias de las personas que viven a nuestro alrededor, puerta con puerta, a las que vemos cada día y nos saludamos...nunca sabremos en realidad lo que viven y si son felices o no.
La vida secreta de todos nosotros.A veces alegres y muchas otras tristes...
Siempre esperamos encontrar la felicidad, es el sino de los humanos, ser felices...y si es junto a alguien mucho mejor...pero no siempre nos sale bien...a veces hasta peor que bien.

Un abrazo de los de ahogarte Annie.
Me has hecho llorar...y yo no lloro nunca...